14. La descripción. Algunos textos descriptivos
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Descripciones "científicas" de seres fantásticos |
Determinó, pues, D. Alonso de poner a su hijo en pupilaje: supo que había en Segovia un licenciado Cabra, que tenía por oficio criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entramos el primer domingo después de Cuaresma en poder de la hambre viva, porque tal lacería no admite encarecimiento. El era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. Los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y obscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas bubas de resfriado, que aun no fueron de vicio, porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagabundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una; mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas; su andar muy despacio, y si se descomponía, sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro; la habla héctica; la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y decía que era tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese. Traía un bonete, los días del sol, ratonado, con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fué de paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por cuero de rana. Otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul; la llevaba sin ceñidor; no traía cuello, ni puños; parecía con los cabellos largos, la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. ¿Pues y su aposento? Aun arañas no había en él; conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba: la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas: al fin, era archipobre y protomiseria. A poder, pues, de éste vine, y en su poder estuve con D. Diego; y la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que por no gastar tiempo no duró más. Díjome lo que habíamos de hacer; en esto estuvimos ocupados hasta la hora de comer: fuimos allá; comían los amos primero, y servíamos los criados. El refectorio era un aposento como un medio celemín: sustentábanse a una mesa hasta cinco caballeros: yo miré lo primero por los gatos; y como no los vi, pregunté cómo no los había a un criado antiguo, el cual de flaco estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo: «¿Cómo gatos? ¿Pues quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo.» Yo con esto me comencé a afligir, y más me asusté cuando advertí que todos los que de antes vivían en el pupilaje estaban como leznas, con unas caras que parecían se afeitaban con diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra, y echó la bendición: comieron una comida eterna, sin principio ni fin: trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer en una de ellas peligraba Narciso más que en la fuente; noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo: «Cierto que no hay cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula.» Acabando de decirlo, echóse su escudilla a pechos, diciendo: «Todo esto es salud," y otro tanto ingenio.» ¡Mal ingenio te acabe! decía yo, cuando vi a un mozo, medio espíritu, y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas, y dijo el maestro: «¿Nabos hay? No hay para mí perdiz que se le iguale: coman, que me huelgo de verlos comer.» Repartió a cada uno tan poco carnero, que entre lo que se les pegó a las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba, y decía: «Coman, que mozos son, y me huelgo de ver sus ganas.» ¡Mire vuesamerced qué buen aliño para los que bostezaban de hambre! Acabaron de comer, y quedaron unos mendrugos en la mesa, y en el plato unos pellejos y unos huesos, y dijo el pupilero: «Quede esto para los criados, que también han de comer; no lo queramos todo.» ¡Mal te haga Dios, y lo que has comido, lacerado, decía yo, que tal amenaza has hecho a mis tripas! Echó la bendición, y dijo: «Ea, demos lugar a los criados, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido.» Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojóse mucho, y díjome que aprendiese modestia, y tres o cuatro sentencias viejas, y fuése. Sentámonos nosotros, y yo, que vi el negocio mal parado y que mis tripas pedían justicia, como más cano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron los otros, y emboquéme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir: entró Cabra al ruido, diciendo: «Coman como hermanos, pues Dios les dá con qué: no riñan, que para todos hay.» Volvióse al sol, y dejónos solos.
El tío Lucas era más feo que Picio. Lo había sido toda su vida, y ya tenía cerca de cuarenta años. Sin embargo, pocos hombres tan simpáticos y agradables habrá echado Dios al mundo. Prendado de su viveza, de su ingenio y de su gracia, el difunto obispo se lo pidió a sus padres, que eran pastores, no de almas, sino de verdaderas ovejas. Muerto Su Ilustrísima, y dejado que hubo el mozo el seminario por el cuartel, distinguiólo entre todo su ejercito el general Caro, y lo hizo su ordenanza más íntimo, su verdadero criado de campaña. Cumplido, en fin, el empeño militar, fuele tan fácil al tío Lucas rendir el corazón de la señá Frasquita, como fácil le había sido captarse el aprecio del general y del prelado. La navarra, que tenía a la sazón veinte abriles, y era el ojo derecho de todos los mozos de Estella, algunos de ellos bastante ricos, no pudo resistir a los continuos donaires, a las chistosas ocurrencias, a los ojillos de enamorado mono y a la bufona y constante sonrisa, llena de malicia, pero también de dulzura, de aquel murciano tan atrevido, tan locuaz, tan avisado, tan dispuesto, tan valiente y tan gracioso, que acabó por trastornar el juicio, no sólo a la codiciada beldad, sino también a su padre y a su madre.
Lucas era en aquel entonces, y seguía siendo en la fecha a que nos referimos, de pequeña estatura (a los menos con relación a su mujer), un poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura inmejorable. Dijérase que sólo la corteza de aquel hombre era tosca y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo... Y, por último, en el alma del tío Lucas había valor, lealtad, honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar, a los ojos del académico, por un don Francisco de Quevedo en bruto.
Tal era por dentro y por fuera el tío Lucas.
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